domingo, 31 de enero de 2010

El Faro

Quería llevarla a vivir a un faro. Hasta que surgiera la ocasión, esperaba el momento diciéndole que mirara siempre hacia arriba: cuando andara, cuando fuera en autobús, cuando estuviera esperando a alguien. Lo hizo un día casi sin querer y se aficionó: la ciudad que estaba acostumbrado a ver dejaba paso a otra, a una formada por balcones, dinteles, chimeneas, repisas, ventanas, gárgolas, pájaros (“lástima de las antenas”, pensó), y sobre todo por el azul eléctrico del cielo entrometiéndose siempre donde menos lo esperaba. Las historias se cruzaban a pocos metros, el Sol se dejaba ver caprichoso y todo estaba en silencio. Por eso le dijo que lo hiciera. Así compartían ese espacio común, esa ciudad en la que sólo estaban ellos dos. Mientras llegaba el momento, porque el faro era el destino pero antes había que llegar hasta él.

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